El Domingo de Ramos es el día de los reencuentros, de las ilusiones, de los nervios y el comienzo de la nostalgia pero también de las contradicciones, de ese choque de trenes que son la Semana Santa idealizada y la maleducada y fea realidad.
Es el día en el que confluyen todos los perfiles de la fiesta, donde se experimenta el estado actual de una ciudad y un pueblo que muestra en este día todos sus tesoros y vergüenzas. Tesoros que aguardan impacientes al crepúsculo del día en San Juan de la Palma y que temprano ya relucen en plata y oro por el Porvenir, en una de las estampas más típicas y recordadas del día, y vergüenzas que caben en toda una amalgama de modas low cost lucidas por adolescentes de la periferia que hoy descubren su ciudad, y de trajeados que creen que la ciudad es suya porque llevan traje, gafas de sol y copa de balón.
El comienzo de la Semana Santa (porque la Semana Santa comienza el Domingo de Ramos, lo del Viernes de Dolores y Sábado de Pasión son vísperas) tiene un aire de ilusión infantil parecida a la mañana del día de Reyes, luminosa y alegre, en la que todos los cofrades estrenamos un regalo parecido: la memoria del niño que fuimos. He aquí donde empiezan las nostalgias y donde el tiempo empieza a pararse, en una ensoñación compartida por todos los cofrades donde la nueva Semana Santa nos recuerda otras Semanas Santas, siempre idealizadas.
Esta Semana Santa idealizada empieza el Domingo de Ramos y existe, se siente y experimenta con ilusión de niño en el «parque de las palomas» con la Paz, en la rampla del Salvador con la Borriquita, en el Pumarejo con la Hiniesta, en Doña María Coronel con la Cena. Es una Semana Santa extrovertida, que se despliega hacia afuera, llena de niños (y sus carritos), de globos, de bulla, de olor a garrapiñadas, de cerveza y tapa de espinacas en la antigua taberna…
Al caer la tarde, esta Semana Santa idealizada se vuelve más adulta, mística y solemne, representada por los nazarenos blancos, casi espectrales, de la Amargura y el ruán negro del Amor. Es una Semana Santa más reflexiva, más íntima, llena de emoción contenida por los que ya no están, en la que se sienten los silencios y suenan saetas y músicas tristes y hermosas, recreándose en la calle una ensoñación mitificada casi tan auténtica como en nuestra memoria.
Pero en el Domingo de Ramos, junto con esta Semana Santa «inventada» coexiste otra Semana Santa totalmente distinta pero tan real y auténtica como la anterior. Es la Semana Santa de adolescentes que apenas conocen su ciudad y que casi por primera vez van a ver cofradías sin saber cómo, ni dónde, ni por qué hay que verlas, de adultos trajeados que se creen que la ciudad es suya porque ellos son más chulos que nadie y de personas que, en definitiva, van al centro porque es Domingo de Ramos y allí es donde se supone que hay que estar.
Esta otra Semana Santa es la expresión de una sociedad maleducada, agresiva y vulgar, ignorante de la historia de su ciudad, embrutecida e incapaz de valorar la belleza que pasa ante sus ojos, insolidaria y egoísta que planta en el suelo su sillita del chino y se apodera de su parcela con un «por aquí ya no pasa nadie», que tira cáscaras de pipas y latas de refrescos al suelo («así le dan trabajo a Lipasam») y que consume cofradías como el que va a un partido de fútbol, donde lo único importante es el espectáculo de los «izquierdazos», los «pitos a jierro» de las cornetas y «que le hagan cosas» al paso.
En los últimos años se han acentuado los malos comportamientos que históricamente han afectado a la Semana Santa, provocados por los fracasos en los modelos educativos, el rencor y odio a todo lo religioso y la incapacidad de disfrutar de la belleza y el arte por una sociedad de consumo que no supo entender aquello del carpe diem.
(yo diría que parte de los nervios que todos tenemos el Domingo de Ramos está provocado por la posibilidad de que ese día tengamos que pelearnos con algún malaje al cruzar una bulla)
Si por algo se diferencia el Domingo de Ramos del resto de los días de la Semana Santa es por esta autenticidad en la que coexisten con mayor intensidad que nunca (a excepción de la Madrugá) las ilusiones más idealizadas de los cofrades con las miserias de una sociedad «moderna».
Ambas Semanas Santas se retroalimentan, de manera que la belleza sublime de la idealizada hace que la otra parezca más vulgar y fea si cabe, y viceversa; la maleducada y embrutecida realidad idealiza más aún la Semana Santa que a veces sólo sobrevive en nuestra imaginación.